Capítulos 12 y 13

CAPITULO 12 - EL COLGADO



Más o menos cinco minutos pasaron de mi llegada a la casa de Guillermo y enseguida comprendí que el destino quería que esté ahí en ese preciso instante. Abrí la reja de su casa, él en una oportunidad me dijo que la dejaba sin llave porque le daba pereza acercarse a atender, y no era para menos, varios metros distaban desde la puerta de la casa a la entrada donde se encontraba un delicado buzón rojo para la correspondencia.

Mientras caminaba hasta la puerta me puse a pensar cuando fue la última vez que lo había visto y me acordé del día que nos cruzamos en una tienda de ropa y me preguntó en tono de broma como estaba de la cabeza. Eso era lo que me divertía de “Guillermito”, su constante ironía que en su momento sirvió para darle luz a la etapa oscura que me tocó vivir. Aunque el lazo que nos unía era el de paciente-psicólogo, lo visité un par de veces en su casa. Él era muy ermitaño y yo necesitaba ayuda.

Llegué a su puerta y, como estaba oscureciendo, pude verlo en el interior de la casa, el contraste de la luz permitía ver la sombra de su silueta en la cortina. A punto de tocar timbre recordé cuanto lo sobresaltaba el sonido cuando leía, entonces golpeé la gruesa puerta de madera. Nadie respondió. Escuché a lo lejos un fuerte ruido que hizo que volviera a golpear, esta vez llamándolo. Nada pasaba. Me resultó raro que mi psicólogo se escondiera y no quisiera atender una visita, antes de darme el alta me dijo que siempre hay que enfrentar los problemas y las situaciones, pero tal vez estaba cansado y no deseaba que nadie lo interrumpiera, o bien justo podría estar en el baño y yo con mi cabeza elaboraba pensamientos erróneos.

Cuando retomé el largo y angosto camino hacia la salida, escuché un pequeño grito cerca del garaje de la casa y, dado lo que fui a hacer, cerré las rejas, arranqué el auto y me fui. Pero no se modificó el kilometraje del tablero de mi auto ya que al doblar la esquina paré el auto y, por la enredadera que rodeaba la casa de Guillermo ingresé sin que nadie me viera para saber lo que estaba pasando.

La entrada del garaje se ubicaba del mismo lado que la puerta principal y a la vuelta una ventana rota me permitía espiar el interior del lugar. No tenía una visión completa, pero alcancé a ver a mi psicólogo completamente desnudo en el piso y un hombre que, dándome la espalda, colocaba una especie de pañuelo para evitar que gritara. La cara de Guillermo denotaba pánico, no podía dominar sus miedos y emociones como recomendaba a sus pacientes, parecía que hacía poco despertaba de un largo sueño, estaba abatido. Las manos tenían un tinte morado por la presión con la que le fueron sujetadas.

El otro hombre que lucía una campera cuya capucha no me dejaba ver el color de su pelo ni su rostro de costado y que, seguramente para no dejar huellas, llevaba guantes blancos lo ató de los pies con una soga que pasaba por una polea amurada en el techo del garaje. Dejó el cuerpo de Guillermo y con el otro extremo de la cuerda lo subió. Utilizó un gancho en el piso como si fuese una estaca para que sostenga el peso del médico.

¡No lo podía creer! Tenía a unos pasos al Tatuador de Sangre. En un momento me quedé perplejo. No dejaría morir a la persona que alguna vez salvó mi vida, tampoco sabía si debía entrar o avisar de la presencia del asesino.

Vi que el hombre se arrodillaba ante la frente del colgado y con sangre que sacaba de un frasco pequeño hacía un dibujo que no distinguía con claridad. Guillermo suplicaba que no le hiciera daño, se escuchaban quejidos salir de su boca atascada por el pañuelo. Fue entonces cuando sucedió lo que no me esperaba: se escuchó la melodía de Mozart de mi celular. Ese ringtone que tanto molestaba a mi jefe Morales cambiaría los planes del Tatuador, quien giró el tronco de su cuerpo hacia la ventana rota y clavó sus ojos fijamente en los míos. 




CAPITULO 13- LA MUERTE


“¡Estoy con el Tatuador en la casa de Guillermo Blit, mi psicólogo, Balcarce 74, avisale a Morales ya!” dijo apresuradamente Smith, al bajar la mirada para atender su celular, no leyó de quien era la llamada entrante pero fue lo primero que se le ocurrió decir. Alzó sus ojos, en el interior del garaje seguía el hombre colgado  y el asesino estaba saliendo con una cuchilla.

Se paralizó por un momento, sus piernas temblaban, no tenía el arma para apuntarlo hasta que llegara Morales, o cualquier otro policía que lo esposara. Giró su cabeza hacia la enredadera, no tendría tiempo suficiente para subir y escapar por allí, volvió a voltear la cabeza y divisó a metros al asesino quien, con una leve sonrisa, se acercaba a paso normal y con la cuchilla en la mano.

Pensó enfrentarse a los golpes pero automáticamente se percató de que no era una buena idea, dados los hechos cometidos por el Tatuador tenía todas las de perder. En menos de una milésima de segundo por su mente pasó la imagen de la hija del abogado, que también llegando de improvisto había recibido el corte en el cuello. La única opción que le quedaba era correr, con llegar a su auto podría sacar del baúl un fierro que siempre llevaba “por cualquier cosa” y darle un poco de batalla hasta que llegaran a socorrerlo.

El camino a la reja parecía tener más metros que los que había caminado un rato antes para golpear la puerta del psicólogo. El Asesino lo seguía por detrás al trote. Smith estaba desesperado, aquella operación de hernia de discos le impedía correr velozmente, sentía que sus piernas ya no le respondían.

Llegó al buzón rojo que tanto caracterizaba la entrada de la casa, el Tatuador lo alcanzó e hizo girar su cuerpo. Cuando Smith intentó golpearle la cara con el puño de su mano, el hombre que aún seguía con la capucha de la campera puesta insertó la cuchilla con todas sus fuerzas en el abdomen del policía y, una vez en el interior de su cuerpo, la levantó haciendo un corte más largo y profundo. Los ojos de Smith quedaron mirando la cara del asesino como si estuviera observando un punto fijo, de su boca salió sangre y en cuestión de segundos el cuerpo se desplomó en el camino de piedritas de la casa.

El Tatuador dejó la cuchilla clavada en su nueva víctima y se dirigió a la vereda. Tomó por sorpresa con un empujón a un hombre que venía en bicicleta. El señor pelado no entendía nada, no llegó a ver al encapuchado que se marchaba pedaleando con rapidez su bicicleta.

Al cabo de unos minutos llegó una patrulla de la policía y casi al mismo tiempo una ambulancia que Pedro, el señor que sufrió el robo, había llamado luego de ver a Smith muerto en el piso. El aire estaba tenso, cargado de impotencia y tristeza. Ver el cuerpo de su ayudante le provocó a Morales un pequeño llanto y, por si desde algún lugar lo escuchaba, le susurró que iría hasta las últimas consecuencias, atraparía al Tatuador y le haría pagar por todo. Se había enterado que se trataba del mismo sanguinario asesino porque al entrar a la casa, los efectivos policiales que lo acompañaron al lugar, habían encontrado el cuerpo colgado de Guillermo que aún seguía con pulso. Cortaron la soga que lo mantenía morado cabeza abajo y lo subieron a la ambulancia, lo necesitaban recuperado para que declare sobre el hombre que estuvo a punto de matarlo. En su frente tenía dibujado con sangre una estrella de cinco puntas.

De rodillas junto al cuerpo, Morales hizo memoria del instante en el que Leonora se comunicó con él. Ella había llamado a su sobrino para advertirle que en una visión el Tatuador iba por su vida, no fue consciente que por culpa de ese llamado el asesino había descubierto la presencia de Smith. Buscó la tarjeta que el detective le había dejado en su última visita y avisó la dirección en la que estaban sucediendo los hechos. Morales que en ese momento hablaba con el comisario sobre la nueva e increíble novedad sobre los análisis de sangre quedó paralizado y, junto a tres policías, acudió al lugar.

Fue muy duro enfrentarse al cuerpo ensangrentado de su ayudante y amigo, de haber sabido que iba a visitar al psicólogo, que lo había ayudado años atrás a superar la depresión luego de que los hermanos Herber lo despidieron de la fábrica, él lo hubiese acompañado y de seguro entre ambos habrían capturado al ya maldecido hombre.

Llegada la noche, avisaron a su familia, esperaron a los agentes de la policía científica, fijaron una custodia en el hospital al psicólogo por si el asesino se acercaba para terminar su trabajo. Luego llevaron a Smith a la morgue para hacerle la autopsia y análisis de rutina.

A los dos días cuando entregaron su cuerpo, decidieron velarlo por unas horas a ataúd cerrado. Fue una despedida con mucha concurrencia, en sus 30 años había cosechado muchas amistades. Vecinos y familiares estaban muy apenados, sus padres y la novia que tenía desde un año atrás no podían creer que ya no lo podrían abrazar ni besar y lloraban desconsoladamente. El comisario, Morales y sus colegas fueron uniformados como símbolo de respeto a la labor del fallecido y se mantuvieron fuertes aunque tenían mucho dolor por dentro.

Su tía Leonora, que se sentía culpable luego de enterarse de lo que había causado su llamado, tenía una concepción de la muerte más relajada y natural que las demás personas que estaban en la casa funeraria, la veía como parte de la vida de todos, y por eso se ocupaba de ser el sostén de su hermana y cuñado, que estaban abrazados al cajón. Pidió a todos los dioses que por favor le permitan hablar con su sobrino antes de que ascienda a la luz, pero fue como hablarle a la nada misma.

Cuando llegó el momento de despedirse, Leonora besó el ataúd, lo que no se imaginó fue que en su mente aparecería la última imagen que Smith vio en vida: el rostro del asesino.





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